martes, 5 de agosto de 2014

Un cuento más: Cero en Geometría de Fredric Brown

Dicho cuento lo leí hace muchos años en un libro de la asignatura de español. Recientemente me surgió el deseo de volver a leerlo pero, al no recordar ni los datos del libro ni el autor del cuento, el reencontrarlo fue todo un reto para la memoria... El planteamiento del cuento es clásico: al intentar salir avante de cierta problemática en su vida, el personaje principal decide invocar al diablo. Lo novedoso en el tratamiento de Brown es la extensión de su relato y el hilarante desenlace que le prepara al lector. La idoneidad del título del cuento—en español—será más que aparente al cabo de una primera lectura.

Les compartiré en esta entrada una transcripción del cuento basada en la que encontré en este sitio. No obstante es preciso mencionar que, atendiendo a la versión original del cuento, hice un par de correcciones a la adaptación en español que aparece en el enlace: donde en aquél sitio se encontraba la palabra pentágono (resp. hexágono) aparecerá ahora la palabra pentagrama (resp. hexagrama). Antes de ir al cuento en sí, agregaré algunos comentarios sobre los términos en pugna para el beneficio de los lectores más ocasionales de la bitácora.

Un pentágono es un polígono de cinco lados y con pentagrama nos estaremos refiriendo a lo largo de este post a la estrella de cinco puntas:

Por su parte, un hexágono es un polígono de seis lados y un hexagrama puede encontrarse, por ejemplo, en la bandera de Israel (de hecho, en el contexto judío la denominación más frecuente para la estrella de seis puntas es estrella de David):

Ahora sí, sin más dilaciones, presento a continuación el cuento al que se ha dedicado la entrada de este día:

*

Henry miró el reloj. Dos de la madrugada. Cerró el libro con desesperación. Seguramente que sería reprobado en el examen del día siguiente. Entre más estudiaba geometría menos le entendía. Las matemáticas se le habían dificultado siempre pero la geometría le estaba resultando imposible de aprender.

Lo peor era que no podía darse el lujo de reprobar la materia pues en sus primeros dos años en el colegio había reprobado ya otras tres y, de acuerdo con las estrictas reglas de ese plantel educativo, si ese año reprobaba una sola materia más sería dado de baja del sistema de administración escolar del colegio de manera automática. Por otra parte, el certificado de compleción del colegio era indispensable para poder ingresar a la carrera que tenía contemplado estudiar. Sólo un milagro podría salvarlo.

Se levantó. ¿Un milagro? ¿Y por qué no? Siempre se había interesado en la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones sencillísimas para llamar al diablo y someterlo a su voluntad. Nunca había hecho la prueba. Era el momento: ahora o nunca.

Sacó del estante el mejor libro sobre magia negra. Era fácil. Algunas fórmulas. Ponerse al abrigo en un pentagrama. El diablo llega. No puede nada contra uno y se obtiene lo que se quiera...

Movió los muebles hacia la pared, dejando el suelo limpio. Después dibujó sobre el piso, con un gis, el pentagrama protector. Procedió entonces a pronunciar las palabras cabalísticas. El diablo era horrible de verdad, pero Henry hizo acopio de valor y se dispuso a dictar su voluntad.

-- ―Siempre he tenido cero en geometría―empezó.

-- ―¡A quién se lo dices!―contestó el diablo en un tono de burla.

Acto seguido, el diablo saltó las líneas del hexagrama que el muy idiota de Henry había dibujado, en lugar de un pentagrama, para devorarlo.

sábado, 2 de agosto de 2014

Un cuento que Monterroso debió haber dedicado a Hegel...

... a propósito de los comentarios sobre la débil naturaleza de los nativos de América, su inferioridad y su servilismo para con los europeos que el filósofo alemán profiriera en sus Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte (cf. G. W. F. Hegel, Werke. Band 12, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1970, Seiten 107-108.).

El cuento puede encontrarse en: Augusto Monterroso, La oveja negra y Obras completas (y otros cuentos). Ed. Joaquín Mortiz S.A. y SEP México D.F., 1986, págs. 147-148. Tenía la intención de compartirlo en este sitio desde hace algún tiempo, pero por una razón u otra su aparición fue postergada en varias ocasiones... Sin más preámbulos, lo transcribo a continuación para el deleite de los sempiternos seguidores de esta bitácora (en especial, para aquellos lectores que no conozcan el cuento o no lo hayan leído en años).

*

EL ECLIPSE

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

-- Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

-- Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

-- Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-- —Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

-- Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.